miércoles, 30 de octubre de 2013

O Francés

O'Francés (El Francés)

Ya no somos inocentes
ni en la mala ni en la buena
cada cual en su faena
porque en esto no hay suplentes

con tu puedo y con mi quiero
vamos juntos compañero

algunos cantan victoria
porque el pueblo paga vidas
pero esas muertes queridas
van escribiendo la historia

Mario Benedetti


El Francés llegó a Vigo como polizón de un barco que había salido del puerto de L'Havre una semana antes. Era de París, y tuvo que huír de allí después de atracar un banco con la cuchilla que antes usaba para afeitarse. Ahora ya nada le ataba a su país natal, excepto la morriña: toda su familia y amigos le dieron la espalda cuando lo buscaba la policía, así que lleno de desesperación se escondió en el primer barco en el que consiguió colarse.

Una vez en Vigo, buscó trabajo en el puerto y allí ganó cuatro duros, sin contrato ni seguro, descargando y cargando cajas para un pequeño almacén de venta de bogavante al por menor. Trabajaba diez horas, a veces doce, pero aún con extras, su sueldo semanal no llegaba a los 120 euros, viviendo con lo justo para pagarse la habitación de un piso compartido con dos portugueses que vendían pescado en una furgoneta y un ecuatoriano que estaba en la zona de descarga de frutas y sucedáneos.

A los pocos meses se hizo un esguince cuando llevaba unas cajas de marisco de un almacén a otro, resvalando en el suelo mojado del muelle. Como finiquito, el mandamás del negocio le pagó lo que le pertenecía por esa semana menos veinte euros, “y tendría que restarte aún más por todo lo que se fue al suelo cuando caíste” fue todo lo que logró sacarle a su jefe, precediendo a un “y no quiero volver a verte por aquí”.

Yo aún no lo conocía en aquella época, cuando yo conocí al Francés ya vivía en el cajero automático. Fue mi colega el Chepas, que trabajaba en la plaza repartiendo periódicos y cuando acababa se sentaba con los tres vagabundos a fumar un cigarro. Alguna vez coincidí con ellos cuando iba a clase a segunda hora, y a veces me quedaba con ellos hasta la hora del recreo. El bachillerato no me atraía nada, sin embargo las charlas con aquellos tres hombres eran de lo más productivas y sentía que me enriquecían mucho más que los mítines del profesor de Historia o las cantinelas del de Música. No hay mejor manera de empezar a valorar lo que tienes que conversar con los que ya no tienen nada. Aunque fuesen conversaciones irrelevantes. Me reía mucho debatiendo con el Francés sobre quesos, defendiendo yo al queso de tetilla, replicando él que cualquiera de los 365 tipos de queso que tienen en Francia era mejor que el nuestro. “No discutáis, el mejor es el que hay dentro de mis zapatos” decía muy seguro de sí mismo Luisito, el del Caixanova de la calle Camelias; “o al menos es el que mejor huele”. Y todos nos tronchábamos.

Aquellos meses intentábamos ayudarles con lo que fuese; así, el Chepas les prometió una comida de plato y cubiertos si aguantaban una semana sin beber. Luís y Vicente (este no vivía en un cajero, si no que tenía su propio dúplex en lo alto de la antigua panificadora, ahora abandonada) no aguantaron ni dos días, pero el Francés logró llegar al domingo sin una gota de alcohol, o al menos en el tiempo que pasamos con ellos no mostró signos de embriaguez ni mal aliento. Al menos, no tanto como el habitual. Así que el domingo se fueron los dos a comer a un buen mesón del barrio. Y que bien le sentó aquella tortilla de patatas y aquel pulpo “á feira” al Francés.
Tuve un profesor de latín que nos explicaba de todo menos latín, quizás por ello uno de mis favoritos, y un día llegó a clase explicándonos su curiosa teoría de que había una diferencia enorme entre las caras de la gente que pasean por la ciudad al mediodía y las caras de los transeúntes a las cuatro de la tarde. “Depués de comer, veréis como la gente sonríe el doble”, aquella tarde de domingo en la Plaza de la Independencia lo comprendí todo.
Yo les di mucha de la ropa que me quedaba enorme tras mi particular Operación Bikini (la adolescencia, ya se sabe...), y el Francés se quedó con un chándal del Celta que yo ya no usaba. Desde aquel momento siempre intentaba ver el resumen de los partidos desde el exterior de alguna cafetería. “Ya que no puedo seguir al Rennes, ahora soy también del Selta” decía un orgulloso Francés con aquel acento tan característico. De todas formas los lunes yo solía pasarle el parte, tanto de la liga francesa como de la española, y disfrutaba detallándole los goles y reviviendo con ellos en la Plaza las mejores jugadas. Huelga decir que la mayoría de las asignaturas tuve que aprobarlas en septiembre.

Por el mes de abril el periódico gratuíto que repartía el Chepas cerró. Cosas de la crisis, ya nadie se publicitaba en él, y sin publicidad esos periódicos no pueden sobrevivir, nos decía convencido él. A eso hay que unirle que yo me había lesionado entrenando y estuve seis meses con muletas, tres operaciones y rehabilitación. Por lo que poco a poco fuí perdiendo de vista a mis amigos de la plaza.

Hace pocas semanas pasé por la calle Uruguay y me encontré al Francés semi-tumbado en la entrada a un garaje, tapado con una manta de colores que había encontrado en la basura y ataviado con aquel abrigo de mujer que lo hacía tan cómico; “Siempre he tenido un aire a Napoleón” decía sin perder su buen humor. A su lado, la mochila agujereada que contenía sus otras (pocas) ropas, sus inseparables botas de montaña y un tetra-brick. Fue una alegría enorme verlo, le invité a un cigarro y me fue contando como le iba la vida. Me contó que procuraba beber sólo un litro al día, “y mesclado”. Lo justo para no pasarse, según él. También me contó que días atrás una señora había despertado a Luís, diciéndole que sus días durmiendo en los cajeros se habían acabado, y que le prepararía el sótano de su casa para que pudiese dormir allí, pero que éste no sabía si aceptar la invitación porque temía que fuese una fantasía sexual de la anciana y quisiera de él unos servicios que no estaba dispuesto a prestarle. “Fantasía sexual... sobre todo”, pensé yo intentando aguantar la risa. Me siguió contando que pretendía volver a Francia, “pero al Sur, que es mas tranquilo”; ya que lo del banco debería haber prescrito. Cuando hablaba de volver se le inundaba la boca.
Le dejé la cajetilla y continué mi camino, prometiéndole unas cañas la próxima vez que nos viésemos; “pero sin alcohol”, exclamó él riéndose, “que por aquel entonses ya lo habré dejado”.

Y algo de razón tenía; la verdad es que no lo volví a ver. Y aún tengo en mente la imagen del periódico, la manta de colores que tapa un cuerpo ataviado con el chándal del Celta que yo le regalé, en posición fetal sobre un banco de la plaza. Sí, es el mismo banco en el podíamos hablar tanto de quesos como del tiempo, del fútbol o del capitalismo, qué más daba. Había un cartón de vino al lado del cuerpo. “Protesta en la Plaza de la Independencia por la muerte de un vagabundo”, leo en el titular, “Las asociaciones piden al gobierno de la Xunta la creación de un albergue con urgencia”.
Seguro que el Francés se encontró aquella noche el cajero cerrado y allí se quedó, con el chándal, el abrigo de mujer y la manta de colores que no fueron quién de frenar aquella ola de frío.


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